Son las seis de la tarde. A esas horas en Benidorm las playas devuelven una brisa fresca y un sol suave a quienes estamos junto a la orilla. Es quizá el momento de tomar un café, o sencillamente de deambular por esas callejuelas llenas de risas, de colores, de escaparates. Las mismas aceras que no duermen: que no descansan de día ni de noche, y que mantienen vivo el asfalto de la ciudad a cualquier hora.
En Benidorm no te sientes ajeno. Parece que su gente siempre te está esperando. Siempre hay algo que ofrecerte en esta ciudad: bulliciosos paseos junto al mar, cientos de terrazas donde conversar, o rendirse al sol de invierno, miles de detalles y objetos que comprar a todas horas, reclamos en forma de luces que distraen el ánimo, lugares donde conectar miradas bajo cualquier banda sonora de tu vida. Cada semana, más de doscientos mil nuevos vecinos volvemos a ser turistas la semana siguiente.
Es hora de volver al hotel. De cruzar el jardín hacia el vestíbulo y subir a la habitación. Tras la ducha te cambias de ropa y sales al encuentro de la noche. En recepción preguntas donde cenar cómodamente, donde bailar al ritmo de temas inolvidables, donde poder tomar una copa o ver alguna de las atracciones únicas, o espectáculos que las guías turísticas presentan o se apresuran a anunciar por Internet. Te contestan amablemente con una sonrisa y un plano: con su nombre en la solapa te señala restaurantes de buen comer aquí y allá, cafeterías con baile, y lugares variopintos donde artistas, humoristas o seres excepcionales te distraen con exhibiciones nunca vistas. Antes de dar las gracias por la información la recepcionista se detiene. Con rotundidad afirma: lo que usted busca es algo como el Benidorm Palace. Lo tiene todo en una sola noche, en un solo local. Asiento con la mirada. La muchacha es diligente con una llamada: .- Aquí tiene su reserva. El espectáculo se llama Crescendo. Lo acaban de estrenar.
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